Lucas Picó
Los últimos días de febrero de 1917 fueron testigos de un hecho inaudito: los trabajadores de San Petersburgo, y muy especialmente, las trabajadoras, derribaban al zar Nicolás II (el sangriento) y con ello ponían fin al secular imperio ruso, un régimen absolutista con una mezcolanza de formas capitalistas y feudales, la potencia más contrarrevolucionaria de la historia.
El carácter de potencia imperialista local de Rusia se combinaba con su situación de dependencia semicolonial respecto a Francia y Gran Bretaña, quienes llevaron a cabo una intensa inversión en el país. La inversión extranjera provocó el surgimiento de gigantescos centros industriales –principalmente en San Petersburgo (metal) y en Moscú (textil)–, en cuyas fábricas existía una concentración obrera muy superior a la de los países capitalistas más avanzados. Mientras que en EEUU sólo el 17,8% de los obreros trabajaba en fábricas de más de mil empleados, en Rusia ese porcentaje ascendía al 44,4%. Con todo, estas ciudades eran islas de proletariado rodeadas por un mar de campesinos. De los 150 millones de habitantes del imperio, tan sólo 10 millones eran obreros. Pero su papel determinante en la economía, su concentración, homogeneidad, disciplina y conciencia los convertía en la única clase capaz de hacer avanzar la sociedad.
El movimiento obrero en Rusia
La clase obrera había experimentado en muy pocos años una gran cantidad de acontecimientos, muy especialmente la revolución de 1905, que puso contra las cuerdas al zarismo y en la que los trabajadores habían desarrollado por primera vez sus propios órganos de poder, los sóviets o consejos obreros. El aplastamiento de la revolución al no haber ganado ésta a tiempo al campesinado –que fue utilizado, en forma de ejército, para ahogarla en sangre– abrió un período de reacción negra. Pero la acumulación de experiencias y las conclusiones que extrajeron los obreros –ayudados por la labor de educación política de los bolcheviques– unido a una reactivación económica, permitió que en pocos años el movimiento obrero se recompusiera. La primera mitad del año 1914, con ¡1.059.000 huelgas políticas! es el punto álgido de este nuevo período iniciado en 1912. Ese momento coincide con la consumación de la escisión del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (POSDR) entre mencheviques (reformistas, partidarios de la colaboración con la burguesía) y los bolcheviques (revolucionarios). Para 1914, los bolcheviques agrupaban al 80% de todos los obreros organizados de San Petersburgo, principal centro industrial del país.
Esta situación prerrevolucionaria se ve truncada en seco con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Las manifestaciones obreras dan paso a marchas patrióticas y el nacionalismo impregna a la clase obrera, que cesa en el acto su actividad huelguística. Los bolcheviques quedan aislados y su oposición a la guerra imperialista es rechazada, incluso físicamente, por los trabajadores. Los obreros bolcheviques son sacados de las fábricas y llevados al frente; la fuerza laboral se renueva un 40%, con jóvenes, mujeres y campesinos sin formación política ni experiencia. El régimen aprovecha la situación para atacar salvajemente a la izquierda, encarcelando a los revolucionarios y provocando el exilio de los dirigentes. La represión sobre los bolcheviques es acogida con indiferencia por la clase obrera, envenenada por el chovinismo.
Pero las guerras tienen siempre dos caras. Si en las primeras etapas provocan un retroceso en la conciencia, el horror de sus consecuencias agudiza más tarde las contradicciones sociales hasta su máxima expresión, al punto de transformarse en “parteras de la revolución”. Así ocurrió en 1905 con la guerra ruso-japonesa y volvería a ocurrir en 1917.
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